La reciente celebración de día de muertos es ya la segunda en la que pongo una foto de mi papá en el altar, sin embargo, es la primera vez que lo asimilo como tal; el año pasado con poco más de un mes de su fallecimiento, todo estaba demasiado fresco y ver su foto en el altar me parecía surrealista.
Este año fue distinto, el altar se preparó con días de anticipación, cuidando que todos los detalles estuvieran presentes, preparándome para la llegada de mi padre a casa.
No confundan mi romanticismo como una afrenta a mi declarado escepticismo y ateísmo. Pero la celebración del día de muertos siempre ha sido de mis celebraciones favoritas debido a la alta carga de simbolismos, sincretismos, colorido y porqué no decirlo, porque es lo más alejado a la navidad que puede haber. Lo que hace de todo el ritual uno que no puede ser pasado por alto en mi hogar.
Pero estoy divagando y el título de mi entrada es muy distinto a lo que estoy expresando hasta ahora.
Los diálogos con mi padre fueron prácticamente inexistentes durante toda mi niñez, limitándose a los "¿Cómo te fué?" "¿Quieres desayunar?" y el "Buenas noches".
Lo escuché con frecuencia entablar disertaciones y debatir acerca de multitud de temas, y ocasionalmente pude preguntar y recibir una amplia respuesta muy a su estilo de orador implacable.
Fue hasta que se fue de casa que comencé a platicar con él. Quizá por primera vez nos encontramos con un motivo para vernos y por tanto, con la necesidad de saber qué pasaba con el otro más allá de la obviedad de lo observable.
Descubrí a través de aquellas tardes con mi padre cuánto me parezco a él, que soy inevitablemente un producto de su influencia, más allá de la crianza, de la cual no sé si existió o no.
Hablar del cosmos, de política, de religión, de educación, de tradiciones, cultura popular, vino, comida, ciencia, y hasta de animales durante una comida o una cena se volvió un ejercicio placentero y un pretexto para estar al tanto de la vida del otro.
Durante meses, he extrañado a mi compañero de pláticas, hasta que hace poco menos de dos meses, me di cuenta de algo: En todas, nuestras pláticas había comida y bebida de por medio. Nuestras citas siempre se daban en sus restaurantes favoritos, o en los míos. Y platicábamos de todo aquello mientras compartíamos algo que hoy nos une más allá de las ideas. Me di cuenta de que platico con mi padre cada vez que me meto a la cocina (algo que siempre me atrajo y que hoy practico cada vez con mas pasión e ingenio). Cada vez que preparo algún plato que él me preparaba, que compartimos juntos, o que me pongo a improvisar con las sobras del refrigerador, siento las manos de mi padre guiando mis manos, sus extraños experimentos de sabor guiando mi incipiente intuición. Cada vez que tomo un riesgo, que encuentro nuevos sabores o que repito alguna de sus recetas mágicas, sé que está conmigo.
Los diálogos con mi padre ya no pueden expresarse con palabras, hablo con él cada vez que huelo el vapor para saber si la cocción está terminada; cada vez que decoro un plato con yerbas o crema; cada vez que busco nuevos sabores o reencuentro viejos sabores olvidados.
Más allá del romanticismo de la idea del día de muertos, de su visita a través del discurso de tan bella tradición, he descubierto que mi padre me visita varios días a la semana, cada vez que prendo la estufa y me llevo la cuchara a la boca.
Bienvenido a casa papá.